Resumen del libro de Rafael Echeverría

domingo, 25 de noviembre de 2012

Bibliografía

Echeverría, Rafael (2005), Ontología del lenguaje, Granica, Buenos Aires.

Conclusiones

El poder es la capacidad de diferencial de generar acción de una entidad. Frecuentemente se concibe tomando en cuenta el término diferencial en relación a otra entidad o a determinados estándares sociales, sin embargo, también puede hacerse desde la comparación de la generación de acción con la que cuenta una misma entidad en dos momentos distintos del tiempo.


Considero que este trabajo de Rafael Echeverría puede constituir una herramienta para generar la expansión de dicha capacidad de acción al analizar la propuesta de la ontología del lenguaje e incorporar algunos de sus planteamientos a la propia vida, convirtiéndonos en esa entidad misma que evaluamos en distintos puntos del tiempo para comprobar el aumento de nuestra propia capacidad de intervenir en el mundo a través de las propias acciones y, a la vez, en la propia vida.

11. El lenguaje del poder

Vemos aparecer al poder cuando postulamos que el lenguaje es generativo y que, por tanto, crea realidades. Hablamos de él cuando argumentamos que el poder es el criterio principal para optar entre distintas interpretaciones. Hay un poder que resulta de todos y cada uno de los actos lingüísticos. Hay poder en las conversaciones y el poder está asociado a nuestra capacidad de hacer juicios. El tema del poder surge cuando abordamos el tema del dominio de la emocionalidad y cuando comprobamos que la pérdida de poder resulta del resentimiento y la ganancia de poder que produce la emocionalidad de la ambición. El poder se encuentra frecuentemente en el centro de lo que la ontología del lenguaje sostiene.

Nuestra concepción tradicional trata al poder como sustancia, como algo que se encuentra fuera independientemente de los individuos que lo observan. Pareciera tratarse de un "algo" misterioso de capacidad elusiva. En momentos pareciera que lo tenemos para pronto descubrir que se nos fue de las manos. Parece que el poder fuera algo a lo que los individuos "acceden".

A veces el poder parece asociarse con una cumbre que se puede escalar y que sólo cuenta con espacio para pocos y que cuando algunos llegan a ella se ven forzados a bajarla. En otras ocasiones el poder tiende a asociarse con la imagen de un fluido que pudiera ser distribuido de manera distinta y que pasa de una persona a otra, como si pudiera vertirse de una copa a otra. Otras veces, pareciera "concentrarse" en las manos de pocos y, otras, como que se le "diluyera" más o menos equitativamente. Incluso llega a dar la impresión de ser una sustancia regida por leyes termodinámicas.

La manera en que las ciencias sociales, y particularmente la sociología, se refieren habitualmente al poder es característica de esta tendencia reificadora. Esto no es de extrañar puesto que el lenguaje sociológico se caracteriza por ser un lenguaje de reificaciones y el tratamiento que le confiere al poder es solo un ejemplo entre muchos otros.

Otro rasgo tan importante como el reificador en la concepción tradicional del poder es la fuerte carga ética negativa que a menudo se asocia con el poder. No es un fenómeno homogéneo y es mucho mayor en algunos discursos históricos que en otros. La valoración negativa del poder resulta fuertemente visible tanto en el discurso católico como en el antiguo discurso marxista.

En el mundo occidental, el desarrollo de una ética protestante significó una importante corrección a la tendencia de valoración negativa hacia el poder, dando cabida a una concepción que otorga tanto al trabajo como al poder una valencia positiva.

La desvalorización del poder es un rasgo general propio del programa metafísico que sustentó por siglos el desarrollo histórico occidental. La evaluación ética negativa del poder se reconoce en los juicios que expresan que el poder es maligno y que el poder corrompe, ambos implícitamente recomiendan "no seguir el camino del poder" y optar por otros caminos. De esta manera en esa desvalorización el poder es asociado con una amenaza de distanciar a la persona del camino de virtud y exponerla a los peligros del vicio.

La posición de la ontología del lenguaje respecto al poder es que toda interpretación que desvaloriza al poder como fenómeno general implica una degradación propia de la vida, pues el poder es algo cosustancial a la vida humana. Para el ser humano recorrer el camino de la vida es estar inevitablemente arrojado en el camino del poder.

El programa metafísico ofrece dos caminos alternos disponibles en la vida: el camino de la verdad y el camino de la salvación. Dicho programa se inicia a partir de un movimiento de una argumentación particular realizada por Sócrates en la antigua Grecia. Este movimiento desencadena profundas consecuencias en la historia de la humanidad y lo interesante de él es que de por sí coloca a la verdad en el centro de la ética, y, por lo tanto, del sentido profundo de la vida. Sin embargo, la verdad de la que habla Sócrates es un referente absoluto, abstracto y universal que trasciende y, por consiguiente, se encuentra más allá de la vida humana. Es una verdad que no pertenece al mundo de los hombres. La razón es el vehículo que es capaz de conducirnos por el camino de la verdad de la que Sócrates habla. La argumentación propuesta por Sócrates dio lugar al nacimiento de la metafísica iniciada inmediatamente después por Platón y Aristóteles, quienes, a diferencia de Sócrates, abandonaron como preocupación central la temática del bien vivir y se comprometieron fundamentalmente con una búsqueda de la Verdad trascendente que se deduce de la posición socrática. Ese compromiso con el mundo trascendente de la verdad es lo que los constituye como metafísicos y pensadores que se proyectan más allá del mundo físico circundante. La Verdad del mundo trascendente de los metafísicos es una Verdad que converge con el Ser, en la total quietud de la inmovilidad, en dicho mundo, el Ser es inmutable. Esta filosofía se contrapone a la de Heráclito, quien sustentó que todo se mantiene en un proceso permanente de devenir y que nada es inmutable. También se contrapone a la postura de los sofistas, quienes suscribieron una posición muy distinta acerca de la verdad. Protágoras, uno de los más notables sofistas, desarrolló la doctrina que posteriormente fue conocida como "Homo mesura", que sostiene que "el hombre es la medida de todas las cosas". Dentro de ella, no tiene sentido buscar la verdad en el mundo de las ideas universales y abstractas. Para los sofistas, la verdad no puede disociarse del poder social del lenguaje al interior de una determinada comunidad. Nietzche, por su parte, mostró las consecuencias que resultan de lo que llama "el pathos de la verdad" propuesto por los metafísicos, pues apuntó que los supuestos en los que descansa el conjunto del edificio metafísico, al sustentarse en el valor privilegiado conferido a la verdad y, con ella al mundo trascendente de las ideas, resultan en la degradación de la vida y el mundo humanos. El mundo de la experiencia humana queda convertido en un mundo de apariencias equívocas cuya verdad se encuentra siempre en la quietud del ser. El mundo verdadero de los metafísicos no es el mundo donde se da la experiencia de la vida, para ellos ese es el mundo de las apariencias y es un mundo que únicamente refleja formas que no dan cuenta del verdadero inmutable ser de las cosas. La propuesta efectuada desde el discurso cristiano se asemeja la propuesta metafísica, el ideal cristiano no está definido, como para los primeros metafísicos, por el compromiso de alcanzar la verdad a través del trascendente poder de la razón, su ideal es la salvación del alma humana. El cristianismo señala que el ser humano es un ser desgarrado en su existencia y que vive la gran tragedia de la finitud a la vez que accede al ideal de lo infinito. Para el cristianismo el alma del ser humano se encuentra predestinada a la muerte, siéndole imposible alcanzar la eternidad con la que le es posible soñar.

Para el cristianismo, como acusa Milan Kundera, refiriéndose a la postura existencial que éste propone, "la vida está en otra parte", lo que realmente le importa no es esta vida, sino la otra, la que Jesucristo ilustra que se puede llegar a alcanzar en el Paraíso, pero a la que no todos tienen acceso. Con esta postura se desencadena una modalidad de devaluación, de degradación, de la existencia humana concreta. Este es el punto central de la crítica que hace la ontología del lenguaje a la propuesta del camino de la salvación: su degradación de la vida humana concreta. No critica la propuesta en sí de otra vida, sino que el punto de crítica se dirige al supuesto de que para salvar el alma humana es necesario sacrificar la vida. La ontología del lenguaje se opone a la idea del sacrificio humano en pos de un ideal de salvación. La crítica que se hace se refiere a la idea de que la felicidad humana resulte de la satisfacción de haber hecho méritos que son necesarios para la vida trascendente, pues toda forma de felicidad o goce son vistas como tentaciones que incitan al cristiano al pecado y que, por tanto, deben ser evitadas. Desde esta perspectiva, toda forma de afirmación de la vida terrenal por la vida misma, y por tanto, ajena al ideal de salvación, suele ser sancionada negativamente. Este discurso ético por siglos fue uno de los discursos predominantes del mundo occidental y, su influencia se preservaba, entre otras razones, por no ser cuestionado por distintos discursos. Sin embargo, hoy en día varios factores contribuyen al cuestionamiento. Uno es el creciente poder y mayor nivel de autonomía que el individuo ha alcanzado frente a las organizaciones institucionales en general y, particularmente, frente a la autoridad de la Iglesia. En segundo lugar se encuentra la exposición, en un mundo interdependiente, a la influencia de múltiples discursos distintos y de múltiples formas de vida diferentes. Actualmente "los impíos" han ganado un grado de respetabilidad que en el pasado no se les dio, en muchos casos incluso resultan atractivos para la sociedad. A todo esto se suma la gran crisis que hoy encaran los metadiscursos -en general- que con anterioridad proporcionaron opciones para darle sentido de vida estable al ser humano, esto ha caracterizado a la condición posmoderna y, en ese sentido, el mismo discurso cristiano y su propuesta del camino de la salvación resultan históricamente insuficientes para asegurar plenamente el sentido que requerimos para efectuar plenamente el recorrido por la vida. Todo esto crea condiciones que permiten replantearnos el sentido de la vida y, desde allí, el problema del poder.

Tanto desde el camino de la verdad metafísico, como desde el camino de la salvación que propone el cristianismo, pilares ambos de la concepción occidental, se ha atacado el "pathos del poder" en la medida en que éste no quede subordinado a los objetivos de verdad y salvación, respectivamente. Esta es la raíz de una concepción del poder como algo maligno y corrupto. Ambas posturas plantean que el poder únicamente resulta aceptable cuando se le subordina a una "causa superior", que en ambos casos remite a mundos trascendentes. Esto se traduce en una degradación del poder.

Algo que resulta menos notorio es que estos dos caminos, sin embargo, han sido históricamente evidentes caminos de poder e incluso de un tipo de poder excluyente, abusivo y que nueva el respeto mutuo que se requiere para poder implantar las bases de una adecuada ética de convivencia social. Desde ambas posturas o caminos, frecuentemente se ha recurrido a la verdad para encubrir lo que hoy puede considerarse como abusos del poder. Al recurrir al criterio de la verdad, en los hechos encubrían su relación con el poder. Humberto Maturana señala que toda invocación de verdad encierra siempre una demanda de obediencia, esto quiere decir que el criterio de verdad ofrece una coartada que legitima las propias expectativas de ser obedecidos y, al hacerlo, se le niega al otro un espacio donde pueda fundar la legitimidad de su diferencia con uno y el derecho a actuar desde sus interpretaciones con autonomía. Al legitimar nuestras expectativas de ser obedecidos, la innovación de verdad legitima también las represalias que podemos tomar en caso de que no se cumpla tal obediencia. Por tanto, la verdad confiere legitimidad al uso de violencia con el otro y legitima la ausencia de respeto. Sólo cuando se pone en discusión la legitimidad de la invocación de verdad se abre un lugar donde el otro puede emerger como un ser distinto, autónomo y legítimo. Es sólo entonces cuando se comprueba la emergencia de una interpretación del poder que no remite necesariamente a la idea de que el poder es algo maligno que se debe despreciar.

Una de las condiciones que se asocia con el ejercicio abusivo del poder es precisamente la propia invocación de verdad que aparentaba en las primeras posturas planteadas ser distante de él. Es cierto que existe el uso abusivo del poder pero esa no es lo que lo que la ontología del lenguaje plantea. Lo que se plantea es otorgar a la temática del poder una base ética sólida concordante con el valor de respeto mutuo.

La relación entre verdad y poder no resulta algo nuevo, se encuentra en el programa metafísico desde sus inicios, para los metafísicos todas las virtudes humanas se sustentan precisamente en la verdad. Estamos tan acostumbrados al ideal de verdad trascendente planteado por el programa metafísico, que no logramos vislumbrar cómo podríamos prescindir de él. Nos resulta difícil imaginar la posibilidad de pensar la temática del poder sobre bases éticas distintas, diferentes de las que ofrece la metafísica. No obstante, no hay que ir demasiado lejos para descubrir dentro de la propia historia occidental experiencias históricas concretas, altamente exitosas, basadas en ideales muy distintos. Nietzche señala que el nacimiento de la metafísica marca el inicio de la decadencia de Atenas y, con ella, la del mundo helénico. La historia de Roma tampoco se da bajo el predominio del pensamiento metafísico, Platón y Aristóteles eran conocidos en Roma pero nunca llegaron a ser los principales guías o inspiración para los romanos. Entre los romanos no se cuenta con ningún metafísico de nota, de hecho la mayor influencia filosófica durante el periodo romano la ejercieron los estoicos y uno de los periodos más sobresalientes de Roma, considerado como el de mayor apogeo y poderío del imperio Romano, fue aquél que coincide con la mayor influencia estoica.

La gran obsesión de los romanos fue el poder y no la verdad y, en general, lo ejercieron desde una aceptación de la diversidad humana y desde el respeto hacia quienes tenían distintas maneras de pensar y creencias.

El postulado central de la ontología del lenguaje con respecto al poder es que éste es un fenómeno que emerge de la capacidad de lenguaje del ser humano, esto quiere decir que sin el lenguaje, el fenómeno del poder no existiría. Sólo cuando esto se acepta uno queda en condiciones de disolver la noción del poder como una sustancia. El poder, desde la perspectiva de la ontología del lenguaje, no remite a sustancia o propiedad alguna que sea independiente de las observaciones del ser humano. Sin un observador provisto de lenguaje, el poder como tal no se ve, no porque dicho poder se encuentre escondido o encubierto, sino porque es el mismo observador quien lo constituye como el fenómeno que es. Por tanto, el poder no resulta un fenómeno independiente del observador, sino que el mismo proceso de observación es lo que lo constituye como fenómeno.

La ontología del lenguaje plantea que el poder no es algo que se encuentre "allí afuera", algo a lo que se pueda apuntar con un dedo o tomar con las manos y, mucho menos, algo que pueda por lo que pueda reivindicarse un derecho de propiedad, como si fuera una cosa. La primera relación del poder con el leguaje surge del reconocimiento de que el poder es una distinción lingüística, una distinción que se hace desde el lenguaje.

El lenguaje tiene el poder de generarnos observaciones y experiencias que, sin él, no podríamos tener. Diferentes distinciones poseen poder diferente, aquellas que muestran ser más poderosas tienden a perdurar, se transmiten de una comunidad a otra y en muchos casos son inventadas independientemente por comunidades diferentes. Las distinciones que hacemos, entre otros factores, nos constituyen en el tipo de observador que somos. Provistos de un vasto conjunto de distinciones nos constituimos en un particular tipo de observador y nos abrimos a distintas experiencias, por tanto, se puede decir que no únicamente observamos con los sentidos, sino, por sobre todo, a través de nuestras distinciones lingüísticas.

Una vez que el ser humano se constituye como un particular observador dentro de una determinada comunidad, puede hacer una nueva distinción sobre el carácter de sus propias distinciones, esta es la distinción de observar como descripción y el observar como adscripción. Cuando uno describe, aquello que logra distinguir pertenece a aquello que el observador observa. El centro de gravedad en este caso es colocado en lo observado, en el mundo. Al momento de adscribir, en cambio, es el propio observador quien le confiere a lo que observa aquello que se constituye en el proceso de adscripción, en este caso, el centro de gravedad queda en el propio observador. Esta distinción entre la descripción y la adscripción equivale a la efectuada con anterioridad entre afirmaciones y juicios. Las afirmaciones son descripciones y, los juicios, adscripciones.

Al hacer juicios se le confieren al mundo y a sus entidades constitutivas rasgos que resultan de la manera en que nos relacionamos con ellos. Los juicios, por tanto, no únicamente dan cuenta de las entidades a las que se refieren, sino de la relación establecida con dichas entidades. Los juicios, por ende, siempre dan cuenta tanto de la persona que los emite como del mundo enjuiciado. En consecuencia, los juicios operan como síntesis de la manera en que nos encontramos en el mundo, o lo que Heidegger denomina Dasein.

El poder, siendo lingüístico como lo es toda distinción, es una distinción cuyo fundamento es lingüístico y no biológico, el lenguaje constituye al poder como tal. La ontología del lenguaje sostiene que el poder es un juicio. Como una distinción lingüística, el poder no se refiere a una cosa, por el contrario, el poder vive como un juicio que elaboramos. Sin la capacidad de hacer juicios, no nos resultaría posible hablar del poder, vivir su experiencia, ni reconocerlo como fenómeno.

Al reconocer al poder como juicio, se señala que cuando se habla de poder se está haciendo una adscripción, se le adscribe algo a una determinada entidad, algo que no pertenece como tal a la entidad, sino al modo en que nosotros, como observadores, nos relacionamos con ella. El poder se constituye en cuanto fenómeno a partir de un juicio emitido por un observador sobre la mayor capacidad de generar acción de una determinada entidad.

El poder, como juicio, se refiere a "una determinada entidad". Se habla de entidad para hacer referencia a que el juicio de poder lo hacemos para cualquier unidad que presumamos con capacidad de acción. Se pueden distinguir tres tipos de entidades: las herramientas, las máquinas y los agentes. Se llama herramientas a las entidades que no poseen capacidad autónoma de acción por sí mismas pero que sí pueden aumentar la capacidad de acción de un agente y, por tanto, incrementar su poder. En cuanto tales, las herramientas no poseen poder, sino que posibilitan incrementar el poder de los agentes. Las máquinas son aquellos artefactos capaces de desarrollar una actividad por sí mismos, pero que requieren de la programación hecha por un agente. Con el desarrollo de variados mecanismos de retroalimentación, la distinción entre agentes autónomos y máquinas se ha vuelto cada vez más problemática y difusa. Los agentes son entidades que sí cuentan con capacidad autónoma de acción y, a las acciones de éstos se les pueden atribuir una determinada inquietud. Los agentes pueden ser individuos o agentes colectivos tales como organizaciones y comunidades.

El poder es un juicio sobre la "capacidad de generar acción", esto coloca a la acción como el referente básico del juicio de poder y, mientras mayor sea la capacidad de acción de una entidad, mayor poder se puede sostener que ésta tiene.

Dada la capacidad de acción, se puede emitir el juicio de que una entidad es poderosa, el poder, por lo tanto, vive en el juicio que se emite y no en la capacidad de acción que se enjuicia. También cabe destacar que el juicio de poder no siempre es un juicio acerca de accione emprendidas, sino sobre "capacidad de generar acción". Con esto se señala que no es necesario que la acción deba llevarse a cabo para poder emitir un juicio de poder fundadamente. Aunque la entidad no actúe, si se puede sostener que posee la "capacidad" de hacerlo, se puede hacer el juicio de poder. Tener poder es distinto a ejercerlo, lo que nos muestra este alcance es que el juicio de poder no es sobre la acción, sino sobre el dominio de lo posible. Existe también la capacidad de acción "diferenciada", que resulta "comparativa" o "relativa", sostiene que el juicio de poder no se hace examinando únicamente la capacidad de generar acción de una entidad, sino también comparando su capacidad de acción con la de otra. El juicio de poder diferencia la capacidad de acción de la entidad enjuiciada por referencia a algo, es en la diferencia que el juicio de poder se hace en tanto juicio. El punto de referencia frecuentemente puede ser una entidad similar a la enjuiciada. Puede ser también la referencia a determinados estándares sociales la que permite sostener que una entidad resulta poderosa. Lo importante es el reconocimiento de que la observación aislada de la capacidad de acción de una entidad no conduce al juicio de poder, el juicio de poder siempre supone la referencia a otra entidad equivalente o a estándares sociales determinados. Por todo esto, el juicio de poder se hace bajo determinadas condiciones históricas y, cuando estas condiciones se modifican, puede perder sentido.

Los estándares sociales cambian históricamente y lo que fue poderoso en determinado momento puede dejar de serlo con posterioridad.

Cuando se acepta que el poder es un juicio con respecto a capacidad de acción diferenciada y se acepta también el poder generativo del lenguaje (y que el lenguaje es acción), se tiene que reconocer otro nivel en la relación entre lenguaje y poder. En medida en que el lenguaje es acción, el lenguaje resulta una fuente de poder. La manera como actuamos en el lenguaje constituye, por tanto, un aspecto crucial para la evaluación de que tan poderosos somos en la vida. Cada acto lingüístico y cada modalidad y aspecto dentro de ellos resulta una fuente de poder. Dentro del conjunto de los actos lingüísticos, hay particularmente dos que son tradicionalmente los indicadores más importantes del juicio de poder: las declaraciones y las peticiones.

El poder sobre otros se ejerce imponiendo la palabra propia y haciendo que otros la cumplan. Esta forma de poder, en último término, no depende siempre de quien declara o pide, sino de quien acepta. Esta modalidad de poder es siempre una concesión hecha por aquél sobre quien se ejerce el poder.

Los actos lingüísticos hacen también de componentes de juegos de lenguaje más complejos que pueden integrar a varios de ellos en modalidades distintas.

Las narrativas son tejidos lingüísticos interpretativos que, como tales, procuran generar sentido y establecen relaciones entre las entidades, acciones y eventos del mundo de experiencias del ser humano. Proporcionan una base desde la cual actuamos en el mundo. Según el tipo de narrativa que sustentemos, nuestras posibilidades de acción serán distintas. Por tanto, puede hablarse también del poder del lenguaje haciendo referencia al poder de las propias narrativas.

Otro dominio de competencias lingüísticas relacionadas con el poder es el de las conversaciones, pues a través de ellas podemos no únicamente actuar directamente y modificar el estado actual de las cosas, sino también modificar el estado de lo posible, de tal modo que se pueda posteriormente intervenir directamente.

El poder no resulta sólo de nuestros desempeños efectivos, sino que involucra un juicio sobre nuestras posibilidades de acción, independientemente de las acciones ejecutadas. Dentro de las distintas tipologías de conversaciones hay dos que están directamente vinculadas con la capacidad de ampliar el horizonte de posibilidades: las conversaciones de posibles acciones y de posibles conversaciones. Lograr competencias en ellas es fuente importante de poder personal. Mientras mayor sea el componente reflexivo de las propias conversaciones, mayor será la capacidad de éstas de expandir lo posible, pues esto permite examinar el espacio posible que otras conversaciones dan por sentado.

Oponerse al poder, como tal, conduce al camino de la impotencia. Es impotente quien no tiene poder. Alguien sin poder es alguien que padece la vida, sin lograr o querer intervenir en ella y, al no intervenir, hace a los demás amos de su propia existencia. El impotente vive en la resignación desde la cual nada es posible y ninguna acción hace sentido y, es caldo de cultivo para el resentimiento, pues su inacción ni podrá detener la acción de los demás ni los efectos de ésta sobre sí mismo.

El poder es una facticidad de la vida, no hay ser humano que pueda prescindir de él, incluso oponerse al poder es estar desde ya al interior de los juegos de poder. No podemos sustraernos a ser partícipes del juego de poder que es la vida. El poder resulta de la capacidad de acción de los seres humanos y del hecho de que esta capacidad de acción no es ni podrá ser igual para todos, pues, como individuos, somos seres distintos. La distribución desigual del poder es una facticidad de la convivencia social. Una manera común de oponernos a la facticidad del poder es reinvindicando el ideal de la igualdad. En la medida en que el juicio de poder es siempre un juicio de desigualdad, toda forma de poder, vista desde el ideal de la igualdad, resulta sospechosa. Lo importante a este respecto es examinar a qué igualdad nos estamos refiriendo, pues, la historia, en medida en que acrecienta el proceso de individuación de los seres humanos, nos hace cada vez más distintos y autónomos. La única igualdad que resulta coherente dentro de este proceso de individuación histórica es la que garantiza a todos las condiciones básicas para participar en los juegos sociales de poder, la igualdad de oportunidades para participar en esos juegos; aquella que cuestiona, desde bases éticas, que los juegos de poder de algunos le nieguen la participación a otros. Se trata de una participación cuyo sentido no es el de ser iguales, sino la expansión de las distintas posibilidades individuales.

Michel Focault ha sido uno de los pensadores contemporáneos más trascendentes que ha explicado la manera en que el poder llega a permear, sin excepción, el conjunto de la vida social. Su contribución ha sido precisamente la de revelar la manera en que el poder se mantiene presente en toda institución, discurso y relación social. Su debilidad es, sin embargo, que lo hace desde una postura de denuncia, sin aceptar la facticidad del poder.

La ontología del lenguaje no sostiene que toda forma de poder sea, desde un punto de vista ético, aceptable. Sin embargo, no basta exhibir la presencia de poder para que ello, por sí mismo, sea suficiente para impugnarlo. La postura de Foucault se sustenta en un ideal anárquico de la vida social y desde una ética consecuente que coloca al poder como un elemento de pecado. Para Foucault lo que garantiza la paz social es la ausencia de poder. La ontología del lenguaje sustenta una postura que difiere de la de Foucault, pues su propuesta es que la aceptación y la paz se oponen al resentimiento que surge desde la impotencia y son aliadas de la superación de la resignación que niega la posibilidad de acción, por tanto, aceptación y paz se identifican con el compromiso de expandir lo posible e incrementar el poder. Requieren de complementarse con la ambición, lo que Nietzche denomina como "voluntad de poder". La ontología del lenguaje sostiene que la paz se obtiene de la acción y en la expansión de las posibilidades que tenemos en la vida.

Cuando comparamos la capacidad de generación de acción de una entidad en distintos momentos del tiempo, nos encontramos frente a una forma particular de poder que habitualmente llamamos aprendizaje. Cuando se sostiene que una misma entidad puede realizar acciones efectivas en un momento determinado de su desarrollo, que resultan acciones que esa misma entidad no podía realizar en el pasado, se dice que esa entidad aprendió. El aprendizaje es un juicio de poder, pues lo que en términos de acción efectiva no era posible antes, logra ser posible después. No hay aprendizaje, como no hay saber, que no remita de alguna manera a nuestra capacidad de acción efectiva. Saber es hacer, así como hacer es saber. Aprender significa poder hacer lo que no podíamos hacer antes. Desde la perspectiva de la ontología del lenguaje, se entiende que el hablar es actuar, responder adecuadamente es actuar efectivamente. No toda forma de acción permite emitir el juicio del aprendizaje, sólo algunas acciones fundan el juicio del aprendizaje, por tanto, además de actuar, quien se encuentra en proceso de aprendizaje se somete al juicio de alguien a quien le confiere autoridad para determinar si su acción o su respuesta es efectiva. El juicio de aprendizaje es un juicio que "se confiere", se le confiere a quien investimos como autoridad para hacerlo.

Cuando aprendemos algo, expandimos nuestra capacidad de acción y, por lo tanto, incrementamos nuestro propio poder. Cada vez que adquirimos nuevas competencias, ganamos poder. El aprendizaje es algo que nos permite diferenciarnos de cómo éramos en el pasado en términos de nuestra capacidad de acción. Cuando nos diferenciamos de nuestra capacidad de acción pasada aceleramos nuestro proceso de devenir y nos vamos transformando en seres humanos distintos. Somos de acuerdo a como actuamos, la acción genera ser. El aprendizaje, como modalidad de poder, es parte crucial del proceso del devenir al que estamos expuestos durante la vida.

El poder se asocia no únicamente con las acciones que realizamos sino, por sobre todo, con el espacio de posibilidades del que disponemos para actuar. Decimos que una persona es poderosa cuando, al compararla con los demás, podemos juzgar que dispone de un amplio espacio de posibilidades de acción, sin embargo, esa persona puede no hacer uso del espacio de posibilidades de que dispone y, por consiguiente, no ejecute las acciones que le son posibles. El poder remite a un espacio de acciones posibles más que a acciones efectivamente ejecutadas. Las acciones efectivamente ejecutadas corresponden al ejercicio del poder que se especifica al nivel del espaio de posibilidades. Mientras mayores resulten, en términos comparativos, nuestras posibilidades de acción, mayor resulta nuestro poder.

Una de las estrategias posibles para incrementar el propio poder es el aprendizaje, a través de él, incrementamos la propia capacidad de acción por la vía de ganar nuevas competencias que nos permiten hacer lo que antes no podíamos. El centro de gravedad del aprendizaje como estrategia de poder es la capacidad de acción de la persona.

La relación entre poder, posibilidad y juicio tiene importantes consecuencias prácticas que pueden observarse con mayor claridad cuando examinamos el poder que resulta de nuestra relación con los demás y que se manifiesta en la manera en que responden a nuestras declaraciones y peticiones. Lo que en este caso interesa es que el poder que alcancemos sobre los demás para concitar autoridad a nuestras declaraciones y aceptación a nuestras peticiones no depende únicamente de nuestras competencias, sino de los juicios que los demás hagan sobre nosotros. Estos juicios constituyen de manera decisiva en conformar el espacio de nuestras posibilidades de acción con ellos y resultan factores centrales de nuestro poder. El poder personal no es sólo función de lo que seamos capaces de hacer, sino también del juicio que los demás tengan acerca de lo que somos capaces de hacer. Todo esto define tres estrategias de poder personal, según se sustenten en la seducción, autoridad institucional o en la fuerza.

La estrategia de la seducción descansa en nuestra capacidad de generar en el otro juicios de que somos una posibilidad para ellos. En la medida en que concitamos tal juicio, expandimos nuestra capacidad de acción con los otros, los encontramos más dispuestos a conferir autoridad a lo que declaramos y a aceptar nuestras peticiones. Cada vez que logramos concitar en el otro el juicio de que somos una posibilidad para él, estamos en el juego de la seducción. Esto no se refiere únicamente al amor, podemos ser una posibilidad en términos de nuestras competencias profesionales, de nuestras interpretaciones acerca de la vida, de que tenemos un producto que se hace cargo de sus inquietudes y de muchas cosas más. La seducción constituye una competencia ontológica que puede adquirir distintas modalidades concretas, entre ellas pueden encontrarse el marketing, las ventas, el proselitismo político, la labor misionera de los religiosos y la pedagogía. En todas ellas, el objetivo del juego en cuestión es la modificación del espacio de lo posible del otro, en función de lo que nosotros tenemos que ofrecer. Nuestra competencia para hacer ofertas se encuentra en el centro de la seducción como estrategia de poder.

La persuasión es un caso particular de seducción y consiste en la capacidad de generar en el otro el juicio de que nuestras interpretaciones son las más poderosas y que, por tanto, que ellas expanden las posibilidades de quienes las aceptan.

Otra estrategia de poder personal guarda relación con la autoridad institucional, en este caso, nuestras declaraciones y peticiones tienen aceptación social porque estamos investidos de la autoridad que la sociedad confiere a un determinado cargo institucional, esto quiere decir que mientras ocupemos tal cargo institucional, podemos acceder al poder que la comunidad le confiere a éste y, en el momento en que abandonamos el cargo, se pierde el poder que éste nos confería. En este caso el poder no resulta de la capacidad de acción de la persona en cuanto tal, sino de la capacidad de acción que confiere la posición que ocuoa dentro de determinados juegos institucionales consagrados por la comunidad.

La fuerza es otra de las estrategias de poder personal y descansa en la capacidad de destrucción como medio de sometimiento o de disuasión del otro. La fuerza se pone al servicio de un juicio de posibilidad de parte del otro y el poder que obtenemos resulta del juicio que otro hace sobre las posibles consecuencias que resultarían de no acatar nuestra palabra o las consecuencias que podrían resultar de nuestra capacidad de respuesta frente al uso de su propia capacidad destructiva.

En todos estos casos de estrategias (seducción, poder institucional y fuerza), el poder personal es en función del juicio de posibilidad del otro.

El poder se funda en el juicio de lo posible. Crisipo, uno de los estoicos quien vivió de 281 a 208 a.C. sostuvo que el pasado pertenece al dominio de lo necesario y, el futuro, al dominio de lo posible. Según Crisipo, todas las cosas verdaderas del pasado son necesarias por cuanto no admiten cambio y porque el pasado no puede cambiar de lo que aconteció a lo que no aconteció, es decir, lo que ya aconteció dejó de ser posible por cuanto lo posible es aquello que podría acontecer, acontezca efectivamente o no. Según Crisipo, aquello que efectivamente acontezca es lo que llamamos el destino. Uno de los factores que separa lo posible del destino, es lo que Crisipo llama lo que está "en nuestro poder". A través de lo que está en su poder, los individuos participan en la generación del destino. El destino no resulta algo independiente del actuar de los individuos. Acerca de esto, Heráclito comentaba "nuestro carácter es nuestro destino".

El juicio que concibe al pasado como necesario conlleva una fuerte carga ética. Representa un poderoso antídoto contra el resentimiento, que se gesta desde la impotencia, desde la falta de poder. Al observar el pasado como algo necesario, éste recupera su inocencia. Las cosas sucedieron tal como sucedieron por cuanto no hubieron condiciones para que ocurrieran de un modo distinto y, en tal sentido, estas condiciones fueron necesarias. Quien se lamenta por experiencias que pertenecen al pasado, a menudo olvida que aquél que lamenta es ya un individuo distinto de quien vivió esas experiencias por cuanto es producto de ellas. Quien vivió esas experiencias, era un ser distinto de quien se lamenta, pues todavía no había pasado por ellas.

Resentir el pasado compromete no únicamente al pasado, sino también al presente y al futuro, en la medida en que el presente es su antesala. Toda forma de resentimiento del pasado revela que no aceptamos plenamente quienes somos, que no nos amamos lo suficiente, pues la persona que somos hoy es lo que tal pasado hizo que fuéramos. La plena aceptación de quienes somos descansa en la plena aceptación de nuestro pasado, en la capacidad de mirarlo aceptándolo como necesario, sin despojarlo de su inocencia. Al respecto, Nietzche habla de la importancia del "amor fati", del amor al destino, del amor al acontecer efectivo de las cosas, nos dice que lo que no nos mata nos hace más fuertes.

La aceptación del pasado no implica dejar de tomar responsabilidad por nuestras acciones ni exigir que otros tomen responsabilidad por las de ellos, la manera en que nos hacemos responsables de lo que hicimos o de la manera en que fuimos es proyectándonos hacia el futuro, de manera que las acciones que seamos capaces de tomar se hagan cargo de nuestro pasado necesario, y eviten las consecuencias de nuestro comportamiento pasado. Nada es más absurdo que luchar contra lo necesario y cuando vemos al pasado como necesario comprendemos que es inútil sufrir y desgarrarnos por lo que ya fue. Es preciso aprender a aceptar el pasado y también aprender a vivir bien, aprender a ejercitar lo que se encuentra "en nuestro poder" porque, de esta manera, participamos en modelar el destino. Introducirnos en el futuro significa participar en el arte de lo posible.

Al centrar la interpretación del poder en el juicio de lo posible, no podemos dejar de volver la mirada sobre el dominio de la emocionalidad. La ontología del lenguaje sostiene que lo posible se define tanto al nivel de nuestros juicios como al nivel de nuestras emociones y estados de ánimo. Según la emocionalidad en la que nos encontremos, aquello que nos sea posible será distinto. La emocionalidad define el rango de acciones que podemos emprender y, también funciona a la inversa pues, según el juicio de posibilidad que hagamos, nuestra emocionalidad será diferente. Cuando nos percatamos de que nuestras posibilidades se expanden, nos movemos hacia emocionalidades positivas; cuando observamos que nuestras posibilidades se reducen, nos movemos hacia emocionalidades negativas. Toda emoción y estado de ánimo pueden ser reconstruidos lingüísticamente en término de juicios de posibilidad. La emocionalidad es factor consustancial de toda configuración de poder y, por tanto, de toda capacidad de acción.

Si se pretende es intervenir la capacidad de acción efectiva de un individuo o de una organización aumentando su poder, no se puede prescindir de observar e intervenir en el dominio de la emocionalidad. Las personas más competentes no son necesariamente las más poderosas justamente porque la emocionalidad influye en los resultados que una persona puede llegar a dar. La emocionalidad define los espacios posibles dentro de los cuales actuamos. Con un menor nivel de competencia, una persona puede exhibir una capacidad de acción mayor y, por tanto, más poder, por encontrarse en un sustrato emocional que especifica un rango de posibilidades que puede no estar disponible para otra persona más competente.

La acción nos genera, nos hace ser el tipo de ser que somos. Como la acción genera ser, nos permite trascendernos a nosotros mismos y participar en el proceso de nuestra propia creación. Es al actuar cuando dejamos de ser quienes éramos y accedemos a nuevas formas de ser, devenimos. Dejamos de ser quienes fuimos ayer y dejamos de serlo hoy, para luego, mañana, ser nuevamente distintos. Nietzche reitera una y otra vez que "el hombre es algo que debe ser superado" y, llama "superhombre" a aquel ser humano que es capaz de superarse a sí mismo. El "superhombre" de Nietzche es quien hace de la vida un camino de permanente superación de sí mismo. Nietzche nos dice que "el hombre es una cuerda tendida entre la bestia y el superhombre -una cuerda sobre un abismo". Insiste en que lo que es grande en el hombre es que éste es un puente y no un fin.

La acción -y con ella, el lenguaje- nos constituye, es por eso que cuando actuamos de la misma manera nos mantenemos fundamentalmente al interior de la misma manera de ser. Únicamente expandiendo permanentemente nuestra capacidad de acción aseguramos el camino de nuestra propia superación como seres humanos, pues, no es sólo la capacidad de acción lo que define al ser humano, sino, por sobre todo, la capacidad para expandir su propia capacidad de acción. La clave para esto es la capacidad recursiva y expansiva del lenguaje. La capacidad de expandir nuestra capacidad de acción es lo que conocemos como poder. Optar por afirmar el valor supremo de la vida, optar por reconocer la prioridad de esta vida y de este mundo por sobre toda otra manera trascendente de vida y de mundo, es optar por el camino del poder como opción de vida. El camino del poder no niega la trascendencia, es la expresión de nuestro compromiso, o lo que llama Nietzche voluntad, por trascendernos permanentemente.

La trascendencia en el contexto del camino del poder, deja de ser de esta manera un recurso que degrada la vida humana, que la confronta con referentes superiores situados fuera de ella, es la afirmación plena del valor supremo de la vida. En esta perspectiva, la trascendencia se convierte en un recurso inmanente de la propia vida, no es la vida humana lo que se tiene que trascender, sino que el ser que somos en la vida el que se abre a la trascendencia.

Nietzche advierte que de de no optar por el camino del poder, no seremos capaces de superar la gran enfermedad del alma de nuestro tiempo: el nihilismo. El nihilismo se refiere a la experiencia humana sin sentido de la vida, del vivir como experiencia carente de valor, en un contexto histórico caracterizado por el repliegue del poder que ejercieran en el pasado las metanarrativas, los discursos trascendentes. El nihilismo es la experiencia que resulta de esperar que el sentido de la vida nos llegue, sin haber comprendido que, hoy en día, somos nosotros mismos los que tenemos que participar en su creación. El camino del poder se presenta como la opción que permite enfrentar el nihilismo. Encarar la vida desde el camino del poder permite relacionarnos con ella desde el ámbito de la política. El tipo de conducta de los grandes políticos sirve como referencia para entender mejor la manera en que debemos encarar la vida para bien vivirla. La política es el dominio por excelencia donde el ser humano prueba su capacidad de acción en los juegos del poder.

Hay cinco aspectos distintos que la ontología del lenguaje propone como asociados a los juegos de la política y que permiten explorar la manera en que el ser humano se relaciona con su persona, al optar por el camino del poder:
1. La política como gobierno: Se refiere a tomar plena posesión de nuestra alma y asumir responsabilidad tanto por las propias acciones como por el tipo de persona en que devenimos al actuar de la manera en que lo hacemos. Es la toma de posesión del alma que nos lleva a la autenticidad, a la capacidad de vivir la vida bajo la soberanía de los propios juicios, siendo amos de las propias acciones.
2. La política como ejercicio de la libertad: El camino del poder únicamente está abierto para los seres humanos libres, no para almas esclavas. Es un camino para individuos capaces de afirmar su plena autonomía, su capacidad de acción propia.
3. La política como arte de lo posible: Lo posible representa un criterio fundamental desde el cual nos proyectamos hacia el futuro. Entender la política de esta manera permite dos interpretaciones distintas. La primera se refiere a que en la medida en que no todo lo que es posible acontece, quien gobierna su alma a este nivel, busca asegurar que aquello que acontezca sea lo que permita su mayor desarrollo como persona. La inquietud fundamental en esta primera interpretación es determinar lo que es posible para, según ello, actuar mejor. La segunda interpretación concibe a la política no como el arte de actuar "dentro" de lo posible, sino el arte de participar en su "invención". Esta interpretación toma en cuenta que "lo posible" no existe como tal con independencia de su observador. Lo posible es un acto declarativo, un juicio realizado por un observador. Cuando el camino de poder se concibe como una modalidad de "inventar" lo posible, nos movemos de la administración del alma al fenómeno del liderazgo.
4. La política como liderazgo: Al llegar a la figura del líder, nos acercamos nuevamente a la figura del "superhombre". El superhombre es quien hace de la vida el camino de su permanente autosuperación, de su autotrascendencia. Cuando nos aproximamos a esta distinción desde la figura del líder, emerge un nuevo elemento interpretativo pues, nos damos cuenta de que no puede existir la autotrascendencia como persona, como la forma de ser que somos como individuos, sin que ello implique que nos trascendamos también más allá de los límites de nuestra individualidad y subsumirnos nuevamente en el espacio social dentro del cual precisamente nos constituimos como individuos. En el líder, ambos procesos de trascendencia se complementan. El líder es alguien que participa activamente en la invención de sí mismo y, al hacerlo, transforma también el espacio social de su comunidad y genera un ámbito en el que, a la vez, otros acceden a nuevas formas de ser. El líder representa un espacio de encarnación del ser social de la comunidad de la que somos miembros. Toda forma de liderazgo implica el abandono de una visión individualista estrecha de sí mismo e involucra el retorno del individuo a su ser social. Se trata de la realización del ser individual en su ser social. En la medida en que el individuo trasciende su ser individual, transforma a la vez a la comunidad a la que pertenece y abre nuevos espacios de posibilidades de ser para otros individuos. La concepción que la ontología del leguaje propone como liderazgo es la de una figura que muestra un particular ideal de desarrollo individual. Los individuos que se levanten como líderes influirán en su entorno social, sin embargo, la perspectiva que la ontología del lenguaje plantea arranca desde una ética individual comprometida a asegurar el sentido de la vida y a expandir las posibilidades de la existencia humana. Desde esta perspectiva no es contradictorio considerar una sociedad conformada por una multiplicidad de líderes, influyéndose mutuamente y generándose posibilidades mutuas, en distintos dominios de la existencia.
5. La política como espacio de desenvolvimiento de individuos emprendedores: La figura que responde con mayor lealtad a lo que la ontología del lenguaje sustenta es la del individuo como emprendedor y, por tanto, una comunidad sustentada en el reconocimiento de la vida humana y de las condiciones básicas de subsistencia como valores fundamentales.

Desde el camino del poder el ser humano se define como un creador de su propia vida. El atributo fundamental de los seres humanos es la capacidad que tienen de actuar y, a través de ella, la capacidad de participar en la generación de sí mismos y de su mundo. De todas las cosas que los seres humanos pueden crear, nada posee la importancia que exhibe de la capacidad de participar en la creación de su propia vida. Toda otra forma de creación sirve a ésta, su obra principal: la vida. Esta concepción del ser humano lo levanta como artista, como partícipe de la creación de su vida y como iniciado en el milagro y misterio de la invención de sí mismo. En consecuencia, el camino del poder es el camino de la creación. El ser humano es ante todo un ser creador y, como creador, nos dice Nietzche, el ser humano se trasciende a sí mismo y deja de ser su propio contemporáneo. En la creación surge otro aspecto importante: el ser humano se transforma en ser libre. Creación y libertad se requieren mutuamente y nuestra capacidad de crear nos hace libres. La creación es el ejercicio de la libertad y esta última emerge en el acto creativo. La libertad, en su sentido más profundo, no es una condición jurídica, sino una condición del alma humana.

El concebir al ser humano como artista que hace de su vida una gran obra de arte, nos lleva a hacer las siguientes consideraciones:
1. Las fuerzas destructivas acompañan a toda creación. Si aceptamos la creación tenemos que aceptar también la destrucción. No podemos trascendernos y alcanzar otras formas de ser sin dejar de ser quienes fuimos, sin abandonar nuestras anteriores formas de ser. Ello resulta un desafío crucial en la vida pues, para trascendernos, debemos estar dispuestos a sacrificar nuestras formas presentes de ser. No hay trascendencia sin sacrificio, sin estar dispuestos a soltar aquello que pareciera sujetarnos, sin antes haber encontrado un nuevo punto de apoyo. Quien no pueda desprenderse de sí mismo, restringe sus posibilidades de trascendencia, toda trascendencia se nos presenta como un salto al vacío, como sumergirse en la nada, en el principio de disolución del ser que somos, para, desde allí, volver a emerger.
-El camino del poder y, por consiguiente, de la creación, es el camino del riesgo, de la vida como apuesta. Optar por el camino del poder implica asegurar las condiciones emocionales que resultan necesarias para permitir tanto la creación como la destrucción, aspectos ambos inseparables de la dinámica de la autotrascendencia. Ello implica vencer lo que Nietzche denomina "el espíritu de la gravedad", que nos ata a formas existentes de ser, introduce pesadez en nuestro desplazamiento por la vida e impide despegar en el salto al vacío. El espíritu de la gravedad debe ser vencido con las fuerzas opuestas, las que surgen de la inocencia del juego.
2. La relación del poder creativo del ser humano con la interpretación que Nietzche ofrece de la tragedia griega. Al concebir al ser humano como artista, Nietzche sostiene que necesitamos del arte como disposición pues, sólo desde el arte logramos alejarnos del sinsentido de la vida. El arte vuelve la vida soportable y sólo el arte es capaz de conferirle a la vida el sentido que ella por sí misma no nos proporciona. Desde la disposición del artista le "inventamos" sentido a la vida, sin el cual no nos es posible vivirla. Esto es lo que, según Nietzche, acomete la tragedia griega. La tragedia griega se sustenta en la victoria de la belleza sobre el conocimiento. El arte nos permite vernos heroicamente y ello es necesario para vivir. Sólo el arte nos permite olvidarnos de nuestras limitaciones, necesitamos del sentido trágico del héroe para responder a los desafíos de la autotrascendencia. El héroe trágico es capaz de soportar la vida porque se ha comprometido a hacer de ella una obra de arte y, en cuanto obras de arte, el ser humano alcanza su más alta dignidad.











10. Hacia una ontología de la persona

Los seres humanos comparten una particular forma de ser, esto es, la forma de ser humana. Compartimos una forma común de ser y esta forma de ser humana permite infinitas formas de realización, podemos ser humanos de infinitas maneras. Todas esas formas comparten algunos aspectos constitutivos o genéricos básicos que pertenecen a todos los seres humanos (la dimensión ontológica) y, al mismo tiempo, dan pie a una variedad infinita. Esta forma particular de ser que somos como individuos es a lo que denominamos "persona". La persona representa nuestra particular forma de ser humanos.

Aristóteles sostuvo que el ser humano es por naturaleza un ser político. Carlyle, después de muchos años, sostuvo que el ser humano es un animal que usa herramientas y que sin herramientas no era nada. Ambos, tanto Aristóteles como Carlyle, parecen haber apuntado hacia dimensiones indiscutibles del ser humano. Si buscamos los rasgos que caracterizan al ser humano, incluso aquellos que lo caracterizan de manera exclusiva, obtenemos una muy larga lista. Tras la búsqueda de esta condición primaria, la interpretación predominante ha sido la de apuntar a que los seres humanos somos animales racionales, animales provistos de razón. Este postulado fundamental ha tomado diversas formas y, de un modo u otro, está contenido en aquellos enunciados que dicen que lo que nos hace como somos es que poseemos una conciencia, una mente, un espíritu, alma, etc. Todos ellos suelen ser variedades dentro de este planteamiento básico que nos interpreta como seres racionales, como animales provistos de razón. Este postulado fundamental ha tomado diversas formas y de alguna manera u otra se encuentra contenido en aquellos enunciados que dicen que lo que nos hace como somos es que poseemos una conciencia, un espíritu, alma, una mente, etc. Todos ellos suelen ser variaciones dentro de este postulado básico que nos interpreta y explica como seres racionales. Esta interpretación, sin embargo, presenta -desde la perspectiva de la ontología del leguaje- algunos problemas importantes.

9. Cuatro estados emocionales básicos

8. Emociones y estados de ánimo

7. El poder de las conversaciones